Más cerca del Polo Norte que de ningún lugar habitado, la población de Spitsbergen vive en la soledad de saberse la comunidad más aislada del planeta. Y, curiosamente, su isla fue descubierta camino de Indonesia. El primero en llegar fue el holandés William Barents. En 1596 había zarpado de Ámsterdam rumbo al norte con la esperanza de cruzar el océano Ártico y llegar al Pacífico a través del estrecho de Bering. El navegante holandés se dirigía al trópico para conseguir especias y no al ártico para cazar osos. Pero los encontró. Y a Indonesia no llegó nunca.
El archipiélago de Spitsbergen surge del mar a las puertas de un océano helado. El aire es transparente, el viento frío, la atmósfera limpia, el paisaje agreste, los glaciares extensos, los iceberg azules, los valles anchos, la tundra infinita, los asentamientos dispersos, la población escasa, la fauna abundante, los osos temibles. La noche es eterna en invierno, el día mágico en verano. Se puede oler la pureza, sentir la soledad, escuchar el silencio. Spitsbergen relaja la mente y agudiza los sentidos.
En 300 años de historia a nadie se le ocurrió reclamar aquellas islas salvajes perdidas más allá de la última frontera. Hasta que
alguien decidió que Spitsbergen debía integrarse en el mundo. En 1925 los que ya estaban allí se reunieron para firmar
un tratado. En él se inventaron la soberanía compartida y las islas, que no eran de nadie, pasaron a ser de todos.